Vivo en una ciudad detenida en el tiempo; en el tiempo del deterioro y la desidia, cuyas calles polvorientas y enlodadas de estiércoles cuesta trabajo transitarlas, no vivo en New York ni en Kuala Lumpur donde la vista se pierde entre las torres infinitas que tocan el cielo, pero puedo disfrutar de herrumbrosos balcones, obra de herreros que hicieron tanto arte con el sofocante calor de los hornos, visitar castillos y templos que me hablan desde los siglos; no contemplo las noches deslumbrantes de Los Ángeles, Dubái o Tokio, pero aún puedo ver brillar a Venus, la Luna y las estrellas en mi penumbrosa metrópoli.
No me paseo por los Campos Elíseos ni ante la Torre Eiffel, no visito las catedrales ortodoxas de Moscú de arte bizantino, pero ando entre casas coloniales de paredes anchas y jardines espontáneos, camino por el malecón donde el mar lame los arrecifes con ímpetu sensual en los ardientes e interminables días del verano.
No he visitado la Ópera de París, el Covent Garden ni La Scala de Milán, me siento en una butaca del García Lorca a disfrutar un ballet, una ópera o una zarzuela, escuchar un concierto en San Francisco de Asís y hasta el barroquismo musical en la sala de Paula, no he conocido El Ermitage*, El Louvre ni El Escorial, pero sí las salas Universal y Cubana de Bellas Artes, Arte Colonial, y paseo por el museo viviente que es La Habana vieja de adoquines y pétreas paredes que me cuentan añejas historias.
Nunca he escuchado el Big Ben ni el Carrillón del Kremlin, pero hasta me asusto cuando me sorprende el Cañonazo de las Nueve y miro el reloj, y en los domingos desde mi destartalada Centro Habana oigo cómo se confunden las campanadas de la Catedral, la Caridad o El Carmen.
No he paseado por el Potomac en un lujoso bote, los canales de Venecia en góndola, el Nilo ni el Amazonas, ni Golden Gate, pero me extasío cuando cruzo la bahía hacia o desde Regla o Casablanca donde el Cristo de Gilma Madera otea con amor y tolerancia la pecadora villa de San Cristóbal, o cuando desde el Almendares me reencuentro con el lujoso barrio de Miramar obstinado en quedarse en los años cincuenta.
Tal vez algún día pueda visitar las puertas de Alcalá o de Brandemburgo, Père Lachaise, la muralla de Lugo o La Sagrada Familia de Gaudí, el Coliseo o el Partenón, La Gran Pirámide o Tenochtitlán, subir hasta el Cristo de Río o la estatua de la Libertad, el Arco de San Luis y hasta montar en los tranvías de San Francisco, caminar por el Central Park o elevar una plegaria en el Muro de las Lamentaciones en Jerusalén; pero creo que siempre regresaré a ver salir la luna entre el Hotel Sevilla y Casablanca y fotografiar los amaneceres y atardeceres en esta hermosa villa que ojalá no sufra más de estiércoles y cráteres en sus calles, del deterioro de sus bellos edificios de estilos confusos pero armoniosos, de columnas que se caen a pedazos, pero que conserve el encanto de tiempos pasados y que siempre me acoja contándome historias ancestrales.
Alberto Cruz Lastres (Alcrula)
8 de noviembre de 2009
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